lunes, 15 de junio de 2015

Nos persiguen rostros

La pareidolia va más allá de test de Rorcharch. Ni siquiera podemos decir que se contemple como un estímulo más; transciende ya del fenómeno psicológico hacia lo estético. Y ni si quiera.

Hay quienes no saben si quiera que las caras que encontraban en edificios, perfiles metálicos, manchas en el suelo y flores tenía un nombre. Y es que a veces hacemos cosas que ni imaginamos que existen (si entendemos la existencia de algo desde el punto de vista de lo nombrable). Hay incluso pareidolias que han saltado a la fama; tan evidentes, tan reconocibles como las caras de Belmez, pasando por el caso risorio del rostro de Jesucristo apareciéndose en el pan de molde quemado. Y a pesar de su disparidad, en todos ellos existe un pálpito siempre ligado a la sorpresa que, a veces, nos juega malas pasadas. Esto se debe, entre otras cosas, a ese término que últimamente se escucha demasiado, pero no deja de ser una realidad: la conciencia colectiva.

Recuerdo una anécdota de cuando mi familia y yo veraneábamos en la costa. Mi abuelo, como todas las tardes, iba a visitarme. En una de esas ocasiones, llegó muy entusiasmado porque  que acababa de ver una ballena varada en la playa. Me llevó con él a verla con mis propios ojos. Era un día gris, lluvioso y frío, por lo que cuando nos asomamos al mar desde la barandilla del muro, no había nadie ni en el agua ni en la arena. “¿La ves?”, me dijo sonriendo, esperando a ver si seguía su juego. “¡Allí!”, exclamé señalando una roca que en aquel momento, con la marea alta, se parecía a una aleta y una cabeza de grandiosa boca.

El encontrarse con una forma o no viene dado, en cierta medida, por esa sugestión; de todas formas, ya sabía que lo que buscaba era una ballena. Y aunque es cierto que mi abuelo no me desveló el hecho de que no era un animal como tal lo que debía buscar, es evidente que existe una reacción, un estímulo que hace click en la mente: la sorpresa. Y una vez que es descubierta, todo adquiere un sentido para nosotros aunque la evidencia no esté del todo clara.

Paradójicamente, esta sorpresa se vuelve inquietante cuando estas formas se identifican o parecen más cercanas a la fisionomía que más conocemos: la humana. Sin duda, los rostros son la pareidolia por excelencia; sencillamente con reconocer dos formas paralelas,  una línea vertical entre ambos y otra horizontal en perpendicular, es fácil conseguir que todo nos resulte una cara. Nos encontrarnos rostros en elementos demasiado difusos incluso como para pretender que se asemejen vagamente a algo. ¿Hasta dónde llegan los límites de la evidencia y dónde empezará la “paranoia”?

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