Hace unos días, tuve la suerte de pasearme por una pequeña
exposición en Valencia que poco tenía que ver con lo que acostumbro a ver; una
muestra esperanzadora de perfecta simbiosis entre ilustración e imaginario
propio.
La ilustración siempre ha sido un territorio a la deriva que
ha sufrido gran cantidad de desavenencias; sobretodo, por parte de una
clientela exigente pero dada a infravalorar la labor de la profesión. Fruto de
esta situación, los ilustradores han llegado a tales límites de desgaste que
han optado por contactar con una nueva enemiga: la moda. Son muchos los que se
han agarrado a este bote salvavidas, si bien son conscientes de que puede
pincharse en cualquier momento. La
tendencia actual no constituye una forma segura de sueldo y trabajo, pero sí parece
abrir las puertas a otra palabra peligrosa de la que se está abusando, como la “difusión”.
La moda, al ser precisamente, moda, gusta porque son formas que no necesitan
más pensamiento que el de un gusto estético predeterminado, masivo y, por
tanto, reconocible. Obviamente, el lector más astuto habrá podido adivinar que
si gran número de ilustradores optan por este camino, el resultado no es más
que una sobresaturación de formas de hacer basadas en patrones repetitivos,
insulsos e impersonales.
Sin embargo, hay quienes resisten en este jolgorio aunque
sea, como siempre, a contracorriente. Es el caso de algunos artistas (ya no se
les puede llamar simplemente “ilustradores”) como Angela Dalinger, la cual nos
sorprende con un mundo extraño pero no alejado de la cotidianeidad.
Dalinger desata una verdadera autenticidad en sus personajes
de expresión hastiada; acompañados de seres sobrenaturales; rodeados en paisajes
nocturnos de azul intenso; en aparcamientos vomitivos o insertos en habitaciones
gastadas por otro tiempo. Todo esto se ve reforzado por un trazo pensado para
ser imperfecto; Dalinger no pretende ningún artificio más allá de la expresión
espontánea, una expresión que recuerda a los primeros artistas naif.
Todas sus obras, de pequeño tamaño, se reproducen con un
cuidado detallismo con cierto aire a película de terror de los 80. Un mundo grotesco que puede visitarse en Sebastian
Melmoth hasta el 1 de julio.
Inauguración de la exposición de Angela Dalinger |