Entre baterías trepidantes y
alaridos desgarradores, silencio. Después, un gran repertorio de imágenes
insanas agrede al espectador, sin orden ni concierto, dando forma a lo que es,
sin lugar a dudas, algo más que una nauseabunda película independiente de serie
R.
Gummo (1997) nace como un pseudocumental, siendo la primera cinta de Harmony Korine que se desata de la encorsetada tríada de principio, nudo y desenlace. Alabada y despreciada; más lo último que lo primero, tal vez por esa fascinación perturbada que ejerce sobre el espectador; es el horror delicioso, un asombro de lo horrible que muestra la pesadilla americana en contra de los predecibles finales de ensueño hollywoodienses.
Gummo es ruido, saturación; no solo por la calidad de imagen que ofrece la tecnología analógica, sino también por la atmósfera con la que se muestra la ciudad de Xenia (Ohio), que tras los efectos devastadores de un tornado, jamás logró recuperarse. Abandonados a su suerte, los habitantes, sumidos en una moral enfermiza, se muestran entre tiernos y grotescos; una carrera en bici entre los protagonistas que se adelantan entre sí con cierta parsimonia, revela una inocencia que nada tiene que ver con las verdaderas intenciones de la carrera: cazar gatos para venderlos como carne. Como vemos, salvo esos pequeños y ocasionales despuntes de belleza, las escenas se suceden enrabietadas una detrás de otra: gatos muertos, violencia, enfermedad, pedofilia, prostitución y drogas; todo ello ambientado por una banda sonora que incluye, entre otros hitos de metal, la introspectiva e interminable “Rundtgåing av den Transcendentale Egenhetens Støtte” de Burzum. Obviar los estándares de la narrativa es acertada, pues la historia de la barbarie debe sumirse en el caos.
No obstante, el elemento recurrente del Rabbit Boy (personaje disfrazado con capucha de conejo), es el único que parece crear conexiones con la primera y última escena; el conejo, icono de inocencia, deambula en soledad por las calles, sufriendo las palizas de otros y, al final, muestra a cámara, al espectador, el rostro del gato muerto; la imagen putrefacta de la sociedad moderna.
Gummo (1997) nace como un pseudocumental, siendo la primera cinta de Harmony Korine que se desata de la encorsetada tríada de principio, nudo y desenlace. Alabada y despreciada; más lo último que lo primero, tal vez por esa fascinación perturbada que ejerce sobre el espectador; es el horror delicioso, un asombro de lo horrible que muestra la pesadilla americana en contra de los predecibles finales de ensueño hollywoodienses.
Gummo es ruido, saturación; no solo por la calidad de imagen que ofrece la tecnología analógica, sino también por la atmósfera con la que se muestra la ciudad de Xenia (Ohio), que tras los efectos devastadores de un tornado, jamás logró recuperarse. Abandonados a su suerte, los habitantes, sumidos en una moral enfermiza, se muestran entre tiernos y grotescos; una carrera en bici entre los protagonistas que se adelantan entre sí con cierta parsimonia, revela una inocencia que nada tiene que ver con las verdaderas intenciones de la carrera: cazar gatos para venderlos como carne. Como vemos, salvo esos pequeños y ocasionales despuntes de belleza, las escenas se suceden enrabietadas una detrás de otra: gatos muertos, violencia, enfermedad, pedofilia, prostitución y drogas; todo ello ambientado por una banda sonora que incluye, entre otros hitos de metal, la introspectiva e interminable “Rundtgåing av den Transcendentale Egenhetens Støtte” de Burzum. Obviar los estándares de la narrativa es acertada, pues la historia de la barbarie debe sumirse en el caos.
No obstante, el elemento recurrente del Rabbit Boy (personaje disfrazado con capucha de conejo), es el único que parece crear conexiones con la primera y última escena; el conejo, icono de inocencia, deambula en soledad por las calles, sufriendo las palizas de otros y, al final, muestra a cámara, al espectador, el rostro del gato muerto; la imagen putrefacta de la sociedad moderna.
En este ambiente sórdido, tal vez las escenas
que menos grotescas parecen son las que esconden una mayor repulsión; hasta el
físico poco agraciado del protagonista (si es que hay un protagonista) resulta fascinantemente
desagradable. Pero, sin duda, lo que más llama la atención es el hecho de que
los personajes que se describen parecen vivir conformes en su situación; nadie siente
la necesidad de sobrepasar los límites; viven y se regocijan en su propia
miseria, en una especie de cómica aceptación de su realidad y la consecuente
degradación espiritual que conlleva la desesperanza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario