“El ojo, como un globo grotesco, se dirige al
infinito”[1].
Caen cortinones negros, como si se tratase del más extraño de los gabinetes, incluso más que el del Doctor Caligari. Del techo penden redes marineras; quieren atrapar, tomar, absorber el tiempo y no dejar contar los segundos y mantenerte en ese ensueño que es, sin duda, el surrealismo.
Diseño que da
título al catálogo de la exposición “Surrealistas antes del surrealismo”.
Fundación Juan March 2013
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Así es como se
muestra “Surrealistas antes del surrealismo” que desde el 4 de octubre hasta el
12 de enero del próximo año, ocupa la sala de exposiciones de la Fundación Juan March en
Madrid. Este espacio acoge una heterogeneidad
de obras, y no solo eso, si no de épocas; igual de abigarrados que el calor que
exhala la sala, estampas medievales, dibujos del siglo XVIII, fotografías y
fragmentos de film de principios de siglo componen este particular visionado del
surrealismo que se quiere anteponer a sí mismo. Si bien la mayoría de nosotros
tiene un ligero y vago recuerdo del surrealismo como ese periodo del arte confuso
y efímero que, a la batuta de Dalí, alberga tanta enajenación mental, hay quien
se siente perdido ante el desfile de obras tan dispares y distantes entre sí
(en el tiempo). Ah, ¿pero que había surrealismo antes del surrealismo? Qué
cosas.
Sí y no.
Obviamente, el surrealismo de los años 20 fue el fenómeno que condensaría todas
aquellas ideas que, en una tradición anterior, se sentían tácitamente (y no
tanto) en el arte. El surrealismo fue la guinda del pastel, el nombre final de
un recorrido de imágenes fantásticas (de fantasía) que perseguían al individuo
a través del espejo de la introspección y los sueños. ¿Por qué no antes? Su
razón de ser tuvo, ya que, si no hubiera sido por el auge del psicoanálisis, nadie
hubiera dado cuenta de desenterrar ese otro
misterioso que guarda en el subjetivismo, fobias y otras paranoias intrínsecas
a la naturaleza humana. El arte se animó, arropado por este nuevo método
terapéutico a nivel teórico y experiencial, a mostrar esa cara que tanto ansiaba desenmascarar.
Por ello, desde la fundación, Surrealistas
antes del surrealismo, se propone mostrar por medio secciones temáticas (para
ordenar un poco este batiburrillo surrealista, paradójicamente) todo un recorrido
iconográfico de lo fantástico que justifique y facilite al espectador una
visión más comprensible del surrealismo del siglo XX. Como justificaría en su
catálogo, “Surrealistas antes del surrealismo quiere, intencionadamente, propiciar encuentros entre obras históricas
y modernas en el espacio físico de la exposición”
Más de
doscientas imágenes conforman un inquietante horizonte en cuya lontananza se
divisan desde decoraciones grutescas, diseños de horror vacui, estampas de lo
monstruoso hasta fotografías de lo siniestro (click para ver la
Galería del elcultural.es, donde se
puede echar un ojo a algunas de las obras que alberga la exposición). No considero oportuno meternos en el asunto de si el muestrario es
solo de carácter gráfico, pues aunque sea evidente que excluye otros medios
como la pintura, la Fundación siente que su elección responde a un criterio
basado en el carácter del dibujo, tan espontáneo, casi automático, que suscita a lo largo de
los siglos. Si bien puede ser rebatible, lo que verdaderamente importa es
destacar como al hablar de surrealismo, lo siniestro se incorpora de forma casi
ineludible; es ese otro, el que nos
atañe, ya que, a su vez, comparte raíz con el concepto estético de lo grotesco. Siguiendo con esta lógica, el hecho de que la fundación
reconsidere parte de la tradición anterior como antecedente y precursor de lo
surrealista, nos ayuda a construir ese visionado en paralelo de lo otro.
En el siglo
XIX, la identidad del individuo se siente en continuo equilibrio, debido, entre
otras causas, a ese vacío espiritual que deja tras de sí el cristianismo; imbuido
por una necesidad existencial, se comienza a cuestionar la identidad del ser
por medio de los sueños, los automatismos y acciones reflejas. Sin embargo, la
realidad identitaria del ser humano es tan compleja que acaba por provocar la
aparición del otro; ese segundo ser que no es más que una
prolongación de nuestro yo, otro
reflejo posible de naturaleza oscura.
Por
lo tanto, la propia introspección, al posicionar al individuo en el umbral de
sus limitaciones, implica una ruptura con uno mismo y, por tanto, también con
el mundo que le rodea ¿Dónde se encuentra los límites entre la realidad tangible
y las alucinaciones? El inconsciente relatado en el surrealismo es, justamente,
ese discurso del otro en el que el yo no se entiende independiente éste, resumiendo
a Lacan. Y es que, tan solo en el otro, es posible adquirir esa autoconsciencia
necesaria para la construcción de la identidad. Y el surrealismo es consciente
(¿o inconsciente?) de ello.
[1] Frase
con la que Odilon Redon da título a una de sus estampas de 1882 y que aparece
en el grueso de obras que se exponen en Surrealistas
antes del surrealismo.
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